Vine a este planeta como carne de cañón: este cuerpo humano femenino ha rotado casi treinta y tres veces alrededor del gran astro. Mide un metro con sesenta y cinco centímetros, tiene pechos estriados, caderas anchas y una abertura recientemente cicatrizada: ya no es cementerio de emociones ajenas, de cadáveres ni de sus partes. Tiene una cara circular, labios finos y nariz respingada con un pequeño hoyuelo en la izquierda que hace creer a muchos que lució un piercing. Los redondos ojos son ámbar al sol y el cabello castaño con reflejos dorados y cobrizos nieva cada nuevo amanecer. Lo baño de colores que disimulan su marchitar. Sin embargo, mi naturaleza dual también me regala generosos vellos fuertes y oscuros en zonas erróneas.
Como memoricé normas mundanas sobre mi género y obedecí en dividirme y excluirme a mí misma, he batallado contra mi propia piel arrancándome de raíz o acuchillándome para esconderme bajo los poros de la vergüenza. He permitido que fuera golpeada, incluso la he atizado yo misma cuando nadie más podía hacerlo. También he cabalgado sobre mi propia espalda para prolongar mi nave doce centímetros. Pero después de todas esas heridas hendidas más allá de la piel, he ofrendado mi carne a la eternidad con el símbolo del estremecimiento, cuya dualidad crea la realidad.
Este cuerpo ha recorrido largos viajes desde su humana infancia. Casi treinta y tres giros de conciencia, tal vez menos vueltas y más sueños. Ha visto tierras transmutar a lo largo de cientos de kilómetros de las que emanaban colores, aromas y melodías que compusieron la sinfonía de mis recuerdos más tempranos.
Cuando se alargó su tallo, decidí sembrar un cero: sembrarme miles de kilómetros a lo lejos, en lugares recortados por monótonos disfraces de aleaciones artificiosas, hormigones y asfalto. Torno tras torno alrededor del astro, sentí que retornaba a la nada: la piel vestía un vacío, así que, más violentamente que nunca, la arranqué de aquel orificio, de donde al fuego se le iba su fuerza y me convertía en carencia llena de sombras.
Este cuerpo, alzado en vuelo por la abeja del instinto, volvió para polinizarse en el verde en el cual había multiplicado sus células y se había hecho uno. Mas la ancestral memoria de ellas no era oriunda. Tuvo que perderse para desprender algunos lunares, tuvo que catapultarse allende los mares conocidos, volverse nuevamente carne de cañón, y la unidad proliferó por diez: decenas de miles de kilómetros del terrenal origen, encontré mi soledad completa y al sol que tanto me faltaba para alumbrar la verdadera esencia.
No pertenezco a ningún lugar, soy partes de todo. No quepo en ningún género, ambas fuerzas residen en mí. Lo humano me quiere dominar, pero soy mucho más que un cuerpo, que un cúmulo de emociones y recuerdos, que una mente manipulada y una voluntad viciada.
Vine a este planeta a desintegrarme en las partículas más elementales para autobservarme y comprender el universo: soy mi propia universidad cósmica. Acepto que lo invisible fundamenta lo visible, soy una creación que no precisa los señuelos de un cerebro para expandirse, pues albergo mucho más que estas memorias corporales: cuando ellas se evaporen, me habré extendido hasta la velocidad de la luz en cada uno de tus pensamientos.