Este trabajo no es para darse importancia personal. No es para justificarse en la participación de la obra mundana. La vida es un oficio para recordarse sagrado. Sagrado es algo elevado e insondable, más allá de la materia, más allá de las formas establecidas y unido al todo. Nosotros no somos ni más ni menos que moléculas de agua en un océano universal, devenimos oleaje y resaca, profundidad y superficie para fluir con nuestro todo. Nosotros albergamos enigmáticos y pluriformes mundos con cada esencial átomo que portamos y aportamos a esa inmensidad sin la cual no somos y la cual no es del todo sin nosotros.
Sin embargo, nos pensamos ola: nos creamos un personaje que nos creemos, metiéndonos tanto en el papel, que olvidamos que allá fuera de la carpa teatral existe un lecho de luces que tal vez al mirarlas una a una, ellas ya hayan perecido en su lugar de origen. ¿Y qué más da que sea una estrella muerta si vemos aún su reflejo? Pues que esa estrella ya se ha transformado en polvo apareado, germen de nueva vida, o tal vez se ha consumido hasta tal punto que pretende robar la claridad de este universo para parir y alimentar otro espacio. Y, mientras, nosotros morimos en el intento de idolatrar un dibujo en nuestros ojos.
Interactuar en una sociedad conlleva forzar al personaje a defender unos límites impuestos para proteger su integridad física y emocional ante las pretensiones de los demás. Primeramente, debemos conocer nuestros propios juegos y secretos antes de adivinar los de los otros. Una vez hecho esto, hay que mantener las fronteras lo más ceñidas posible al actor que es uno, que perfilen bien su silueta, para que no pierda contacto con la realidad de la forma y de la materia.
Las autojustificaciones nos aferran más al personaje. La palabra expresada en ofrenda a sostener a este personaje es palabra viciada por el orgullo de creerse un mero rostro y un rol. Aquí cada sílaba nos aleja más de la verdad, cada letra es un abismo en el que caemos bocabajo sintiéndonos con ello elevar. La fuerza de la gravedad tira de nuestra coronilla y el estruendo nos impacta tan fuerte que los añicos de la cabeza hacen que nos creamos uno con el todo: sangre y carne esparcidos en lo hondo del suelo son una experiencia realmente extracorpórea, más no esencialmente mística. Es narcisismo espiritual en estado puro.
Las palabras crean, valen solo cuando se sostienen tanto en potencia como en acto. Si no, a las palabras se las lleva el viento, destruyen o únicamente sirven para sobrecargar el horror vacui de la fantasmagórica existencia terrenal.
El logos es palabra, es razón y es constructo cósmico, lo contrario al caos. Entre el logos y el caos nos hallamos nosotros, en la arquitectura social, sorteándonos a merced del viento, haciendo acrobacias para entretenernos sobre la cuerda del tiempo, para mostrar el espectáculo personal a los demás participantes del circo. Es nuestro turno, nuestro minuto de protagonismo por mantener un sutil equilibrio entre sostenernos por encima de los demás y aplastarlos estrellándonos sobre ellos.
Las palabras son inútiles a no ser que acerquen a la verdad. La sutileza del lenguaje nos desvía hacia innumerables intenciones, hacia un humo amorfo que se nos escapa de las manos y que no genera más que ambigüedad. La verdad tampoco podemos contenerla entre las manos ni tiene forma, pero es palpable, es axioma, justificada por sí misma, es origen, es confirmación. Nuestro trabajo es trascender todas las formas y la fe ciega en nuestra máscara de temporal carne, así como regresar a lo atemporal comportándonos como esa partícula oceánica esencial. Hablar pisando fuerte con los pies la tierra y mirando bien alto al cielo. Nuestro trabajo es ser poetas de nuestra existencia y hacer así honor al sentido etimológico de la palabra poieo, crear.
Muchos poetas de hoy en día usan la escritura como vía de escape para su autodestrucción autocompasiva o como cimentación de una egolatría bien enmascarada. Escriben desde y para abajo y afuera, no desde y para arriba y adentro, aunque utilicen sustantivos y adjetivos que imiten esta naturaleza. Son simples mimos culturales a la moda.
En este camino debemos lidiar con la época y la cultura que nos han tocado, pero sobre todo con nosotros mismos y con todos nuestros dogmas bien cultivados y ejercitados. Quien se crea ya trascendido, evolucionado y superior es porque insulta su propia sustancia física, insulta el polvo del terreno sobre el que anda, así como la lógica trascendental de su esencia. Si tan alto se encuentra, ¿por qué camina entonces sobre la superficie de este planeta? ¿Por qué no se le dio otra existencia en la que no tuviera que combatir la fuerza de la gravedad? No deshonremos nuestra materia ni nuestra forma, tampoco las defendamos a capa y espada para mantener un reflejo, porque tras la luz que ven nuestros ojos tal vez haya ya una nueva creación que ignoramos por fijarnos tanto en un brillo cegador.
La verdad está fuera y dentro, se sitúa en todas partes. Es atemporal y aespacial. La verdad se encuentra cavando y flotando, trabajando y liberando. Destruyendo la imagen, el disfraz, el honor mundano, el pisar mundano, el yo mundano que tantos discursos nos hace ingeniar. Todas estas estructuras personales, tras la apariencia de creación, son destrucción.
Solve et coagula, palabras tan a menudo prostituidas por sectas y falsos gurús, palabras que significan disuelve y unifica: aprender a leer los secretos de la naturaleza, cuyo primer paso es desaprender a escribir nuestro papel en sociedad. Destruyamos, pues, la destrucción y construyamos a partir de sus átomos con las instrucciones técnicas del libro de la naturaleza: la verdadera obra en perfecto equilibrio entre la palabra y el desorden. Ella es potencia expresada en acto, es causa y efecto, pero va mucho más lejos de todos estos fenómenos y circunstancias físicas si miramos más allá de sus colores, luces, sombras y geometrías.
Si estudiamos qué genera realmente la ilusión cromática, de qué tantas maneras se expresa la vibración, su relación con la frecuencia, la energía y la materia y qué conlleva al orden que sostiene el cosmos, si nos ocupamos de este estudio y nos concentramos en él en vez de cultivar nuestro egocentrismo, nos acercaremos un poco más a la divinidad. Entonces, recordaremos con la potencia del intelecto y el acto del sentimiento que nuestro trabajo aquí es recordarnos sagrados.
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