Soy filósofa de mi propia existencia, es decir, poetisa
Soy filósofa de mi propia existencia, es decir, poetisa

Dentro de no mucho tiempo, en un universo no muy lejano… La gran explosión en mí

Próximamente publicaré mi tercer poemario, La gran explosión en mí, el cual relatará la historia del universo desde antes del Big Bang hasta su muerte. Éste es un proyecto surgido en el 2016, con poemas desde el 2011, que todavía no ha visto la luz por diversas circustancias de la vida. Los últimos tres y cuatro años han sido difíciles para mí, pero de grandes enseñanzas.

La estructura del poemario se asemeja a la del universo: el cosmos general se entrelaza con el mío particular. Por eso se llama La gran explosión en mí, pues de mí surge una creación universal y personal. Yo soy mi propio dios y mi propia diosa de cuyo soplo emerge un todo: un libro inspirado en la astronomía en el que imprimo la energía de mi ser. Consta de ocho partes más la número cero, la que corresponde a lo ilimitado anterior al todo. Los capítulos del libro se corresponden con las etapas del universo.

Hay poemas basados en teorías de la física cuántica, cánticos al origen de la vida y a la roca todavía inerte, a los astros y la emigración a otros planetas. La mitología que invento es una mezcla inspirada en la cultura clásica, la ciencia y en vivencias propias metamorfoseadas en explosivas alegorías, aunque el origen fuera un esparcimiento. Siempre me ha fascinado utilizar las herramientas de las ciencias y las artes para crear imágenes que, aun sin conocer sobre lo que están basadas, tienen expresión propia y hacen sentir al lector. Y eso es lo que hago en este poemario, utilizando la astronomía como medio para transmitir mis emociones, pero también como musa.

Yo nunca fui buena en ciencias. En el instituto, sufría durante las clases de matemáticas, física y química. En particular, las matemáticas se me han hecho desde siempre, por mi desconocimiento, una suerte de ilógica, a pesar de ser todo lo contrario. La mayoría de profesores de esta materia escribían algo en la pizarra y, sin explicar absolutamente nada, los alumnos teníamos que resolverlo. Pero, ¿cómo? No nací con el don de la aritmética, al menos no está en mí despierto, y nadie me ha guiado para despertarlo. Una persona que no ayuda a esclarecer las cosas, ni te las presenta de manera que te interesen, que ni siquiera está motivada ella a realizar el trabajo por el que le pagan, hace más mal que bien, sobretodo en la infancia. En vez de poner una semilla y mostrarte cómo cuidar la tierra, arranca de raíz y cava profundo hasta que odies el terreno y te culpes a ti misma por creerte infértil. Mas también tuve profesores igualmente malos en otras asignaturas, por ejemplo en inglés. De hecho, hasta los 13 años más o menos aprobaba por los pelos, hasta que me empezó a gustar un grupo de música y quise saber qué decían las letras en ese idioma: ésa fue mi motivación para volcarme a aprenderlo. Recuerdo traducir palabra por palabra con un diccionario de papel para, seguidamente, buscarle el sentido a las frases con lo poquito, con lo nimio que había visto de gramática en clase. Al cabo de unos tres meses pasé del aprobado raspado al sobresaliente.

Y fue precisamente estudiando una carrera supuestamente de letras, filosofía, que descubrí la importancia que tienen las matemáticas, la física y la química. La filosofía es la madre de todas las ciencias. En la antiguedad, el común de la gente seguía rituales y creía en religiones y mitos dándolo todo por hecho, hasta que hubo personas que empezaron a cuestionarse las cosas y a observar: los primeros filósofos recuperando el método científico que llevamos implícito desde bebés y que nos castran dándonos todas las respuestas, sin permitirnos tan si quiera realizar las preguntas. Una vez incorporados en el sistema de adiestramiento, que es el sistema educativo, nos montan en cadena con la programación para ser expertos supervivientes y esclavos de la sociedad. Pero volviendo a las ciencias: todo lo que he aprendido sobre la astrofísica es a nivel muy, muy básico y gracias a personas que tienen la capacidad de transmitir de manera sencilla complejos conocimientos. Todo lo que he aprendido ha sido por interés propio, de más adulta y por mi cuenta: leyendo libros de divulgación científica, buscando información por internet y viendo documentales.

Cuando vivía en Alemania, veía un programa de televisión sobre astronomía llamado alpha-Centauri, el cual recomiendo fervientemente a quienes dominen el alemán. En los 15 minutos que dura cada emisión, el profesor de astrofísica y filosofía Harald Lesch explica las teorías más complicadas sobre matemáticas, física cuántica y astronomía de una manera que cualquier persona sin ningún conocimiento científico pueda comprenderlo. Este señor tiene realmente un don para comunicar asuntos extremadamente peliagudos. Gracias a él fui capaz de entender de manera elemental y de imaginar el funcionamiento del universo.

En una entrevista que le hicieron, el profesor Harald Lesch estaba hablando sobre qué podría haber existido antes del Big Bang. Utilizó una metáfora que me gustó tanto, que la convertí en poema, el primer poema, el anterior e infinito, cómo no, de La gran explosión en mí. Lo he titulado Diez elevado a treinta y dos Kelvin, pues ésta fue la temperatura cuando nació el universo. Y dice así:

Quizá dios se bañaba en magma,
quizá tú eras magma
y yo dios
o el sueño
en ti
o tal vez del sueño
en mí borboteaban
suspiros naufragados
y necesité cristalizar mi linfa
derramando una ninfa fuera
a retar la fiebre de la piel
catapultando los brazos de hielo.

Más allá aprendí a respirar
y olvidarte sin mirar atrás
fue la más suprema fuerza
del universo:
desmembré cuatro alas fundamentales
para soportar el vértigo.

Diez elevado a treinta y dos Kelvin, de María Ferreiro (Arim Atzin)

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