Soy filósofa de mi propia existencia, es decir, poetisa
Soy filósofa de mi propia existencia, es decir, poetisa

Puedo vencer esta llanura

4 de diciembre de 2017: decidí separarme e irme de Alemania; decidí romper una relación de 10 años, extinta desde hacía más de un lustro, y abandonar el país en el que había girado más de 7 veces alrededor del sol. La vida me estaba venciendo, podía seguir muriendo lentamente por el resto de mi existencia en esta tierra plana, mientras solamente mis letras sobrevivían por mí. A través de ellas llegué hasta el amor, el amor propio que es dual y único. Él me mostró lo que mi interior reflejaba y que nada era llano en mí, pero debía emprender una marcha, coronar mis dificultades, y descender para soltar mis alas. Y así hice. El 14 de diciembre de 2017 escribí el cuento que sigue a continuación. En mayo de 2018 me mudé a España y fui por primera vez a México.


Puedo vencer esta llanura

La primera idea de Minna fue llamar a la policía, pero en un cuarto de segundo clausuró su pensamiento: —¿Y si la matan? ¡No! No creo que hicieran el esfuerzo de traer munición de perdigones para dormirla—. En el cuarto atardeciente, las paredes trapezoidales exprimían su aliento y los párpados querían cerrar el telón de la ventana. A través de ella, dentro de la baja barandilla pedregosa con extremos metálicos, el jardín delantero de la casa y una leona parda pisándolo expectante.

La felina aparentaba calma ante el cemento de la vecindad ausente. No sabía saltar la valla y perseguir su libertad. Minna no sabía qué debía hacer: —¿Y si la asesinan? ¿Y si asesina ella?—. Dejó a los ojos vencer y continuó prisionera en los pasillos de su ensoñación.

La madrugada siguiente, Minna desfiguró el sopor de su rostro. Tras levantarse de la cama, cruzó el umbral de la puerta de la casa. Tornó el cuello a la izquierda y sus pupilas dibujaron una amplia sonrisa al unísono con su boca, minúsculo destello negro en el centro de iris y labios: una árida serranía ocre desdibujaba el horizonte. El jardín delantero no estaba, ni el cemento llano, ni el barrio de las viviendas mortecinas.

A cuatro patas correteó capturada por el terroso paisaje, se abalanzó sobre él sumiendo las pestañas al terreno. Levantó la mirada un instante con la cara cubierta de polvo y los confines de aquellos montes continuaban: comprendió que no existía salida salvo más allá de los límites de su visión. Como buena leona, alzó la cresta vertical de sus pupilas hacia la cresta de aquellas doradas montañas y galopó a la lejanía.

Había un torbellino de cenizas tras ella cuando la pendiente de la falda le aminoró el ímpetu. —Yo puedo saltar una decena de metros, también puedo vencer esta cuesta— pensó justo antes de zambullirse a eclipsar aquel montículo bajo sus garras. Cada vez que sus patas chocaban contra la tierra, se sentía a punto de coronarse como reina de la gravedad; casi no le dio tiempo a descubrir el final de la subida y a asomarse al vértigo de otra lejana división terrenal y celestial. Detenida desde la cima, aún no podía encontrar su hogar en lo remoto del espacio.

La cumbre comenzó a desafilarse hacia el suelo y a ella le sobresaltaba el tejado artificial entre la patria de oleajes arcillosos. La leona desencadenaba los pasos de un desfile sosegado sobre planicies, convencida de regresar a aquel destino vestido de pizarra, ladrillo granate y cemento. La sumisión deseaba domarla desde una ventana cada vez más ancha y abierta de cielo a suelo; Minna la saludaba desde la helada ventana que cubría ya las tres cuartas partes de su panorámica.

Los ojos le pesaban más que la gravedad de las alturas. A Minna se le cargaba la mirada de terror tras la danza de patas y brazos. Pero los cristales no parecieron un obstáculo a partir de ese momento. El instinto asesino, remoto y salvaje, se dejó capturar junto a ella dentro de la baja barandilla pedregosa con extremos metálicos.

La madrugada siguiente, Minna desfiguró el sopor de su rostro, y, tras levantarse de la cama, sonrió con pupilas y boca. En el cuarto amanecido, las paredes trapezoidales parecían tener un común punto de fuga más allá de la ventana, minúsculo destello negro en el centro de iris y labios: un diminuto emigrante rasgaba el azul de la mañana, aquel celeste color de lienzo que le recordaba a los viajes en avión.

Era la hora de despertar, de despegar: a Minna, la cría, le salieron dos alas, un pasaje de ida y un destino nuevo. —Yo puedo volar un millar de kilómetros, también puedo vencer esta llanura— pensó justo antes de zambullirse a eclipsar el vecindario grisáceo.