La muerte del autor es para Roland Barthes una bofetada sentido figurado, ante los ojos de la sociedad, a las instituciones que se aprovechan de que exista el autor. En realidad, para Barthes, no existe dicho sujeto-creador, puesto que solamente es quien agarra un puñado de palabras que luego reorganiza, reestructura, como quien hace un puzzle de piezas que ya había antes cuyas formas encajan unas con otras a la perfección, para formar una pieza imaginable o ya vista antes.
El autor de este texto predica que la literatura solo tiene lugar en la persona del lector, pues es éste quien activa la obra; se podría decir que la imagina, recreando su dimensión, ve más allá de sus posibles oratorias, y por supuesto la lee. La obra se hace inteligible y pasa, en el lector, de puro signo a significado. Y no permanece éste fuera de ella contemplándola, sino que la recorre también, como diría Boccioni: “abre la figura y encierra en ella el ambiente”. Las páginas se despliegan y en ellas encuentra el lector un lugar donde comparar sus experiencias dentro ese nuevo espacio, donde éste a su vez le recorre a él y le toca la vena sensible (en el mejor de los casos).
Ante esto queda el autor, según Barthes, como la personificación (figura que atribuye a las cosas inanimadas características humanas) de una técnica que se vale de las estructuras del lenguaje para transmitir algo. Entre ese algo (sentido, significado), los significantes gramaticales y la persona escritora de ello hay toda una arquitectura de por medio donde se pierde su aura (Walter Benjamin, El arte en la época de su reproductibilidad técnica), donde se reproduce su idea, pero no su esencia. Es una idea neutra la que penetra en el que lo lee y es ese espacio pisado por él la verdadera experiencia de la literatura.
Por lo tanto, ese supuesto asesinato del autor sería tan solo una llamada reveladora de conciencias sociales con motivo de abolir la institución teológica y absurda que se nutre en torno al Autor-Dios a los ojos de un ateo Barthes. Y aquí está la clave: él no vio el verdadero valor de la inspiración, la canalización sagrada de algo superior a nuestra propia mente, ni del acto puro que es su consecuente plasmación en palabras que trascienden las formas. Barthes no ha experimentado la magia en el ensueño tras los monstruos de la razón; es un intelectualista casto. Al fin y al cabo, un ateo es igual de crédulo que un creyente: no sabe realmente, no tiene la conciencia abierta, mas basa su veneración o condena en una creencia meramente abstracta.
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