Siempre he sido una extranjera.
De niña, a pesar de haber nacido en la bella ciudad de Santander, siempre me sentí de Galicia. Sentía y siento una unión con las montañas caurelanas, como si fuese un elemental, como si mi alma danzara con los claroscuros de sus laderas y ascendiera entre los árboles al viento. Creo que comencé a escribir poesía para expresar esto que nadie en mi entorno comprendía.
Ya de bien pequeña muchas personas me preguntaban (y preguntan aún hoy) de dónde era, porque tenía (y seguramente tenga ahora más) un acento distinto al santanderino y al cántabro. Sin embargo, cuando viajaba a Galicia, era “la de Santander”. Las tierras gallegas se me asemejaban entonces a otro continente, a pesar de ser norteñas como las de Cantabria: el idioma, que a veces no podía entender si me hablaban personas de pueblo, la idiosincrasia de su gente, con su humor sarcástico (¿El vaso está medio lleno o medio vacío? “Depende da sed que teña…”), con su alegría verbenera (los gallegos son los andaluces del norte), la luz que reverbera los colores del paisaje, el clima, con 40 grados o más en agosto (el Caurel tiene un microclima que ni que fuera Granada), la selvática vegetación, la geología negra, rojiza y dorada… Todo era tan diferente, que las vacaciones de verano me resultaban una aventura exótica.
Después, creció mi cuerpo y me mudé a Alemania. Allí era “die Spanische” (“la española”), aunque intenté adaptarme y ser una más, “eine richtige Deutsche” (“una correcta/auténtica alemana”). Allí estudié, trabajé y me casé… Mas nunca se pueden arrancar las raíces, lo que una independientemente de todo y de todos es, y no me refiero a la procedencia física. Cuando visitaba España, nuevamente me convertía en extranjera: me convertía en “la alemana”. Y realmente sufría un shock cultural cada vez que regresaba. Por la calle iba girándome sorprendida hacia la gente al escucharla hablar en español, acostumbrada a oír el otro idioma. Incluso la arquitectura santanderina me sorprendía, pues la vi por primera vez.
Más tarde, creció mi espíritu y volví a mudarme a mi país, concretamente a Santander. Estuve meses deambulando sin tarjeta sanitaria, “porque tenía una de Alemania y no me podían dar la nacional hasta que me contrataran en algún trabajo”. Oficialmente estaba aquí y allá y en ningún sitio. Qué bueno que no necesité un médico y la psicóloga a la que fui un par de veces era gratuita y abierta a toda persona legal e ilegal, nativa y extranjera. Extranjera, que siempre he sido una extranjera.
Al poco de llegar a España, di otro paso, un salto, y crucé por primera vez el charco. Ahora sí que estaba de verdad en otro continente, en un lugar realmente exótico y salvaje, además de caótico y ancestral: en México. Aquí volví a ser “la española” y en secreto para muchos “la conquistadora”. Evidentemente “del corazón” para uno, eso nunca fue un misterio ni algo destructivo. Llegué a estas tierras como he recorrido otras de este mundo: con la misma curiosidad que de niña, sorprendida siempre por descubrir semejanzas y diferencias, abriéndome a conocer. Y fue en México que, a pesar de haber sido siempre una extranjera, encontré mi hogar a través de encontrarle, de reencontrarme conmigo misma.
Mi hogar es una persona con la que danzo y asciendo y de nuevo siento esa poesía originaria de mi infancia. Sin embargo, mi hogar no es un espacio físico, una raíz hecha de materia orgánica ni un cajón inorgánico, no es un rincón terrestre ni una dimensión paralela: mi hogar es un lugar espiritual aquí y ahora donde me hallo en congruencia, un portal corpóreo que me devuelve a la verdad de mi esencia. Entro a mi hogar por la puerta siempre abierta del amor, por eso siempre he sido una extranjera al aferrarme a fronteras y delimitaciones artificiosas.
Extranjera de muros invisibles.
Extranjera de puertas cerradas.
Extranjera de “los otros”, naturalmente curiosa.
Extranjera de quienes excluyen y marginan.
Extranjera de todo a cuanto doy mi espalda y rechazo.
Extranjera de mi huida.
Extranjera de mí misma hasta comprenderme.
En la actualidad vivo en Santander, España, ciudad donde nací y me crié. Y precisamente aquí, después de tanto viaje, cada vez que me abro a escucharme, aceptarme y conocerme, cada que me miro de frente al espejo y me veo, por fin abro la puerta y llego a casa.
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