La gata con sus crías al pecho: jamás podría devorar semejante ternura, no ordeñaría el dulce sustento lechal. Mis mininos se me grabaron tan a fuego en el alma, que por pura congruencia sería incapaz de hacer a otros animales lo que no les haría a los míos. Ese momento en que por asco escupí el cordon-bleu, en que por fin parí lo que toda mi vida había gestado, fue un pequeño paso para mí como humana, pero un gran paso para mi humanidad. Ése fue el principio de un gran camino que iría haciendo hasta culminar con el gran salto que di el 4 de noviembre del 2019 de ya no ordeñar el dulce sustento lechal.
En este año como vegana he aprendido y comprendido mucho. No solo nuevas recetas, o cómo sustituir los lácteos y los huevos, sino a darle a la alimentación el valor que realmente tiene. Pero, lo más importante: no solo a ella, sino a todo lo que ingerimos, oímos, vemos, a todo lo que permitimos que nos entre en el cuerpo, la mente o el alma. A menudo tragamos repulsiones que nos indigestan durante décadas. Callamos y aguantamos. Está de moda opinar, pero más aún formar parte de un entorno aceptado, por lo que seguimos consumiendo momentos, mas no devorando la vida: más bien ella nos devora a nosotros. Así ocurre hasta que la repugnancia se vuelve una parte dominante, oprimiendo nuestras gargantas, que no nos deja expresarnos ni ser libres. Y a veces llega ese momento mágico de urgencia en que no aguantamos más y por fin vomitamos lo que haga falta vomitar. Entonces alzamos nuestro derecho de voz, violentamente por tanto acumulado, el verbo se vuelve acción y mandamos a la mierda. Está bien y no deberíamos arrepentirnos de devolver hasta volver a sentirnos liberados. El pequeño paso como humanos, el gran paso como humanidad es aprender a no permitir el veneno, sea comida basura, una película que nos deje mal cuerpo o una relación tóxica, y comprender que debemos sernos fieles a nosotros mismos.
Y es justamente este último punto el que el veganismo también me ha enseñado: a desintoxicarnos siendo tolerantes y respetando el proceso de crecimiento propio y de las demás personas. Como veganos desarrollamos una empatía demasiado fuerte por los animales y, cuando nos damos cuenta de la situación en la que se encuentran, tanto en la industria ganadera, como en zoos, circos, y demás lugares donde se les usa y sacrifica como si fueran objetos, nos llevamos tal impacto, que sentimos la necesidad de despertar a los demás respecto esta causa. Al darnos cuenta de semejantes injusticias, no solamente nos sirve con no participar de ellas, sino que deseamos su fin y emprendemos para ello nuestra lucha. Con agresividad y enfado mostramos al mundo las atrocidades cometidas para que se lo piensen dos veces, por ejemplo, al meterse un trozo de carne en la boca, o al echarse un chorrito de leche a su café. El mundo ya es de por sí un lugar cruel y egoísta que muchos no se interesan en mejorar. Pero también hay gente consciente y abierta a la transformación, quienes no precisan que se les convenza de nada: con poquita información, surge en ellos el ímpetu del cambio, porque ellos ya están preparados.
Quienes quieren ver y oír, van a hacerlo de forma natural y quienes no, van a seguir disfrutando de su ceguera y sordera por mucho que les pongamos las pruebas ante sus narices. Como los que siguen fumando tabaco, a pesar de aparecer esas imágenes de pulmones destrozados en las cajetillas: se acostumbran y se vuelve para ellos una superflua decoración, o bien una mera provocación para aspirar más el humo maldito. Vivimos una guerra mundial de egos, donde una agresión se combate con otra agresión, donde no nos importamos ni a nosotros mismos más que en aparentar quedar por encima y en tener la razón. Si ni la propia salud interesa como para cuidarla activamente, ¿cómo van a importar los animales? El veganismo tiene como trasfondo el valor del respeto por la vida ajena y propia, el valor del no uso, maltrato, ni asesinato de otro ser. Debemos los veganos volver al sentido de ese origen y aplicarnos los valores empezando por los de nuestra propia especie.
Recuerdo cómo fue mi parto de conciencia: jamás podría devorar semejante ternura. Ése fue mi momento, el nacimiento de mi nueva vida tras una larga gestación de décadas. Aun así, me llevó tres años y medio, desde que me volví vegetariana hasta que me hice vegana, darme cuenta de algunas cosas y dar a luz un paso más allá: no ordeñaría el dulce sustento lechal. Me tomé el tiempo necesario hasta que mi cuerpo habló y lo supe escuchar. Debemos comenzar a respetar el camino de otros seres humanos, mientras nos centramos en hacer nuestra senda lo más excelentemente posible.