Los lugares nos transforman y dejan huella en nosotros para siempre. Yo me he sentido como extranjera en mi propio país desde que llegué y, en realidad, lo soy. No soy de aquí, soy de mí misma y de todo y con algunos sitios tengo más relación que con otros por historia personal o por intereses.
Pienso que tenemos que encontrar cada uno nuestro lugar de dentro hacia afuera. Nos vibran unos sitios y otros no tanto, pues los lugares son seres como los demás: con unos tenemos más afinidad, nos sentimos más a gusto, y con otros chocamos. Ellos nos reflectan, reflejamos bajo su influencia aspectos propios que nos agradan o incomodan. Por eso, cuando nos sentimos como anticuerpos dentro de un espacio, debemos de revisar los anticuerpos que nos están invadiendo y afectando a nosotros y trabajar para conocer su origen y causa.
Al final, la vida es para experimentar, aprender y transformarse. Para aprender a conocerse a uno mismo, pues somos nuestros grandes desconocidos. Tenemos grandes secretos ocultos hasta para nuestra mente consciente que nos condicionan desde siempre. Una de las maneras de descubrirnos es mediante las personas y los lugares, esos espejos que nos muestran la realidad que podemos ir moldeando. Observándonos a través de ellos elegimos cambiarnos o evadirnos. A veces hay que decir adiós, a veces hay que volver al origen para buscar, volver a casa, y todo eso está bien. Encontremos en nuestras huellas vestigios de la verdadera felicidad, aquella que habita en nosotros y que hemos olvidado dispersándonos tanto. Los espacios tienen una anatomía. Con-centrémonos en ese paraje que mejor nos refleja, construyamos entonces una casa en nuestro interior y seamos uno con el entorno.