Es la segunda vez que viajo siendo vegana y la segunda vez que me siento discriminada. Han sido ocho vuelos en total con Air France y con KLM.
Los primeros supuestamente tenían menú vegetariano y vegano, pero a bordo descubrí que el vegano no existía: era un fantasma aparecido entre las opciones, mas intangible. Me comí la ensaladita y unos frutos secos. Eso ingerí en las 11 horas de avión. En los vuelos de vuelta con la misma compañía tuve que experimentar cómo dos azafatos se burlaban de mí por ser vegana, encima en francés, idioma que no domino, aunque me daba cuenta de lo que estaban diciendo y de las cínicas y maleducadas gesticulaciones. Hasta el que estaba sentado a mi lado se quedó sorprendido. Además, siendo un vuelo procedente de México, qué menos que supieran algo de español, ¿no? Pero bueno, ése no es el asunto. Al final una de las azafatas me dió parte de su comida: dos plátanos y una ensalada. Y me sentí un poco culpable de que se quitara de comer lo suyo por dármelo a mí.
Ahora he volado con KLM. En la ida, en 11 horas nos dieron pasta con queso, bizcochos hechos con más lácteos, dulces repletos de saborizantes, chocolates, Coca-Cola y más bollos. Según la azafata, no tenían nada más. Ni una pieza de fruta, ni una hortaliza que no estuviese bañada en secreciones animales, ni una sola verdura. Pero de grasas saturadas y procesadas y refrescos industriales una buena cantidad. Después de leer los ingredientes de tanto producto industrial y de ver lo que había, de todo lo que nos dieron, comí una onza de chocolate, un pan crujiente repleto de conservantes y bebí agua.
Ahora estoy de vuelta. Cuando vino la azafata de nuevo con la pasta con queso y una ensalada inundada en un dudoso líquido, le pregunté si no tendría para mí algo libre de origen animal. Me preguntó si era intolerante a la lactosa, le contesté que no, que soy vegana. Me dijo que durante el covid no tienen disponible el menú vegano, pero que iba a preguntar. Al menos fue atenta. Le dije que si tuviera simplemente una ensalada y unos frutos secos, estaría bien. Al final me llegó con un menú completo vegano: dos ensaladas con espinacas, tomate y zanahoria, otra con apio y más zanahoria y una macedonia de frutas. Me dijo también que no pueden hacer esto, no pueden sacar ningún menú especial, pero que había sido una excepción y me daba la comida de ellos, los azafatos. Y también me dijo que la próxima vez mejor viniera preparada y me trajera algo extra. Le di las gracias sin discutir, ni decir más, ni rebatirle nada, pues, en primera, estaba cansada, en segunda, no tenía ganas de hablar, en tercera, por lo menos se interesó en que no me quedara sin comer, a diferencia de los del vuelo de ida, en cuarta, tenía hambre, y en quinta, volví a sentirme culpable y avergonzada por elegir conscientemente mi alimentación y por atreverme a ir así por el mundo.
Para rematarlo, una compañera suya se acercó a mí y me dijo que me habían dado la comida de ambas, dando a entender que, por hacerme el “favor”, se quedarían ellas con hambre. Le dije que gracias y me puse a comer mis hortalizas con sentimiento de culpabilidad, como si estuviese exigiendo algo raro, unas verduras con un poco de aceite de oliva, y a pensar sobre estos menús especiales que durante la pandemia no pueden ofrecer a los viajeros, pero que sí se los comen los azafatos. ¿Serían veganas estas dos azafatas? ¿Me vacilaron y en realidad no era su comida? ¿Qué coño tiene que ver el coronavirus con no ofrecer un tipo de comida, mucho más saludable además? Ni idea.
No estoy pidiendo unos filetes de tempé marinados en vinagre de manzana, ni una lasaña con queso vegano y soja texturizada, eso sí que sería gourmet. Pero pagar por un vuelo que dura medio día en el que supuestamente me hacen un favor personal las profesionales por darme una maldita pieza de fruta y una triste ensalada, porque no previne, no compré yo algo para llevar teniendo que haber pagado y cargado de más, me parece discriminatorio. Eso sin meterme ya a cuestionar la cantidad de productos procesados y cancerígenos llenos de tropecientos ingredientes en latín, en griego y en hexadecimal con los que necesitas un traductor para saber qué cojones son. Y ni modo de mencionar los productos orgánicos: ésos son un lujo que ni en primera clase ofrecen.
Nada de eso estoy pidiendo. Lo más fácil del mundo que es preparar una ensalada y hacer unos espaguetis con un poco de tomate, cebolla y una berenjena, por poner dos simples ejemplos que no requieren gran dedicación, es considerado menú especial. Luego no me extraña que mucha gente considere el veganisimo como una moda, pues así nos la venden. Pocos tienen en cuenta que es una decisión personal y espiritual, pues es etiquetada como algo extraño, ajeno y estrambótico, con miles de opciones carísimas que consisten solamente en sustituir un ingrediente por otro. Tan exótico suena mezclar harina de garbanzos con agua que adquiere un valor añadido en la industria alimenticia. Pero aquí no estoy hablando de suplir una cosa por otra, sino de algo mucho más sencillo: quitar ciertos ingredientes, o, muchísimo más fácil para todos, poner a parte ciertos productos y quien quiera, que los añada. Ni me imagino cómo lo pasarán los que son celíacos o intolerantes a la lactosa cuando quieran viajar.
¿Tan complicado es? ¿Tan especial soy por ser vegana? ¿Por qué debo ser intolerante a algo para no comerlo, no puedo usar mi conciencia y mi mente para decidir prescindir de ello? ¿Me tengo que sentir mal por no comer ciertas cosas? ¿Se aplica aquí la máxima de muchos omnívoros que dicen: “yo respeto lo que tú comes, respeta tú lo que yo como”? Aún falta mucho por avanzar.
Hay muchísima falta de conciencia y la mayoría de gente no hace las cosas con mala intención, sino que no sabe, no se lo ha planteado, no se interesa por ello, o le resulta demasiado chocante pensar sobre la comida de esa manera. Toda la vida se ha hecho como se hace, según dicen. Pero no es verdad: antiguamente, y hasta hace pocos años (y mucha gente todavía lo sigue haciendo), se criaban los animales en casa y después se hacía la matanza. Había que tener estómago para cometer eso, pero en muchos casos era casi su única fuente de proteínas y ni se lo debían cuestionar. Hubo tiempos difíciles donde había que sobrevivir. Hoy hay más opciones, pero la mayoría, por desconocimiento, solo conoce lo caro que se vende en herbolarios y tiendas especializadas.
A menudo no hay tiempo para dedicarse a preparar la receta en casa y se prefiere gastar más tiempo en conseguir más dinero para comprar estos productos caros. En estos tiempos, gran cantidad de personas tienen que ver cómo sobrevivir. Son épocas difíciles también, se trabajan tropecientas horas y ni con eso alcanza el dinero. Entonces, es difícil reflexionar sobre todas estas cuestiones. Ojalá cambie poco a poco la situación y nos demos cuenta de que todo está relacionado y de que nos estamos dejando la vida para malvivir y malalimentarnos.
En esto tienen su gran parte de responsabilidad las grandes empresas, en este caso concreto que comento, las aerolíneas con lo que nos ofrecen. Cuesta muy poco servir un trozo de pan con hortalizas, por ejemplo. Algo nutritivo, pensando un poco en las distintas necesidades de las personas. Repito que no estamos pidiendo un plato elaborado, pero sí un poco de variedad y de consideración. Un celíaco no puede comer pan y, sin embargo, nada cuesta sustituir ese pan de trigo por uno de maíz. Más que en alimentarnos, en nuestra salud y en el medioambiente, las multinacionales están enfocadas en satisfacer nuestros viciosos sentidos (en cursiva “nuestros”, pues no me siento identificada con dichos gustos), poniendo a disposición productos nocivos y adictivos que, después de estarlos consumiendo toda la vida, nos enferman. Entonces requeriremos el auxilio de las farmacéuticas. Así no pueden continuar las cosas. El capitalismo difícilmente se puede seguir manteniendo de esta manera, nosotros no lo podemos mantener, no nos podemos mantener.