Hace dos años tuve la oportunidad de vivir el Día de Muertos en México con Hugo Ortega Vázquez y con toda su magia. También asistí por fin en persona a la obra de teatro Curado de piñón para aliviar el corazón, después de haber editado el libro 4 años antes.
Recorrimos Ciudad de México, el pueblo de la plata: Taxco (Estado de Guerrero), Malinalco (Estado de México) y en las montañas del Estado de Hidalgo celebramos mi cumpleaños. Precisamente hoy, 2 de noviembre, visitamos Malinalco y no pudimos haber elegido un lugar mejor para pasar la Festividad de Muertos.
En este pueblo mágico todavía se respira la tradición más pura en su versión menos edulcorada de Día de Muertos. No necesitan grandes desfiles, Catrinas gigantes combinadas con calabazas, altares con esqueletos y telarañas plastificadas ni fuegos artificiales: el poblado se viste de flores de cempasúchil, velas enormes y de figuras a tamaño real de sus difuntos, creadas por sus familiares artistas que no se nombran a sí mismos del gremio, sino que simplemente obran con el corazón.
Malinalco nos abrió sus puertas a nosotros, dos foráneos: uno de la capital y otra del otro lado del charco. La gente nos invitaba a sus casas sin conocernos de nada y con gusto y cierto pudor accedíamos. Lo que nos encontrábamos dentro era un ritual lleno de devoción, preparado con esmero, arte y mucho talento: sus trascendidos hechos al milímetro de papel y cartón realizando sus actividades favoritas, como preparar tortillas en su cocina; el patio de la casa decorado con velas, flores, luz y color, lleno de personas celebrando la vida más allá, comiendo, bebiendo y compartiendo sus alimentos con nosotros; altares escalonados dignos de reyes aztecas o toltecas para honrar a los muertos de ese año.
No habían pasado 4 meses del fallecimiento de mi padre, pero fue ahí, en Malinalco, donde pude asimilar la muerte desde su lado más vital y alegre; el velo entre el más allá y el aquí y ahora se sentía muy sutil y, sin embargo, no me atormentaba, al contrario, me invitaba a festejar con júbilo y veneración en comunión con los de allá y los de acá.
México guarda los secretos de la vida y de la muerte y éstos se palpan en todo su esplendor y originalidad no en la ciudad, sino en sus pueblos.
Día de Muertos, Todos los Santos, Samhain, Halloween se entremezclan en un sincretismo muy extraño, caótico y terrorífico, pero éstos no son espectáculos para los turistas ni celebraciones de disfraces. ¿Qué congruencia es predicar la paz en el mundo y decorar(se) con extremidades desmembradas, sangre, asesinos y fantasmas?
Detrás de toda esa macabra parafernalia y simbolismo en que han convertido estas fechas, se encuentra el profundo sentido de la muerte. En Europa se va extinguiendo la comprensión acerca de la muerte y nos la transforman en miedo, en terror que convierten en mercancía y entretenimiento, porque nos toca un poco las fibras (un poco, pero no hasta el punto de cuestionarnos nuestra fobia por el tránsito).
Volver al origen y adentrarse a él sacándose el velo del capitalismo desalmado es, por ejemplo, visitar los lugares en que se conserva viva la tradición no como turista ni cliente, sino como persona abierta a cuestionarse la vida y la muerte desde cero.
Cayendo la noche, caminábamos buscando un hospedaje y nos metimos por lo más profundo de Malinalco. Encontramos esta entrada, nos sorprendimos de ver tantas velas y el camino de flores que incitaba a entrar, pensando que sería algún museo. Pero dos mujeres que se encontraban en el umbral nos dijeron que era una casa particular, donde hacían una ofrenda por la señora que había fallecido en ese año. Nos invitaron a pasar, era gratis. Hugo Ortega Vázquez y yo, acostumbrados a contemplar días atrás el caos y ajetreo de la Ciudad de México, donde hasta sacan lagartos de paseo para que la gente pague por fotografiarse con ellos, nos miramos sorprendidos y preguntándonos telepáticamente si de verdad no habría que pagar nada o la voluntad. Las señoras insistieron en que podíamos entrar y sacar fotos, y eso fue lo que hicimos.
Éste es el humilde altar que los familiares le pusieron a la abuela fallecida en el patio de la casa… Nada que envidiar a los altares de la capital…
Y ésta era la señora que murió: sus nietas hicieron esta figura a tamaño real, con cada detalle de su cara (vimos fotos de ella y cada arruga y cada facción de su rostro estaba replicada magistralmente), realizando la labor que más le gustaba: cocinar tortillas de maíz en su cocina, también recreada, y junto a su esposo y sus perritos. Unas nietas que hacían esto por primera vez… pero que ya eran artistas y no lo sabían.