Crónica poética de la aldea Paradaseca y del Concello de Quiroga, en el entorno del Caurel y la Ribeira Sacra, Galicia
Las montañas que acunan mi aldea son casi a partes iguales de pizarra, hierro y cuarzo lechoso (imagina qué energía tienen que no puedes dejar de poner los pies sobre la tierra). Está asentada en el ángulo perfecto para contemplar la hermosa cara de perfil que es el monte de enfrente. Bajo el horizonte, frondosos verdes y marrones saturan la vista y dan un respiro al resto de sentidos. Sobre el horizonte, azul y fuego son el sentido del día y los atardeceres. De noche, el brazo lechoso de la Vía Láctea nos abraza y alimenta los ojos y el alma cósmica (menuda competencia le hace el cielo a la tierra para llevarte a flotar). La arquitectura tradicional es una suerte de laberinto plateado y dorado entre todas las casas, símil de las relaciones personales de todos los habitantes (todos somos primos y tíos lejanos).
En este lugar, lo natural es la abundancia: tanto pueden darse aguacates, nopales y olivos como castaños, pinos y nogales. Limones, tomates, higos, uvas, moras, patatas, bananas, uvas, aceitunas, maíz y castañas puedes cosechar. Ensaladas, vinos, aguardiente, miel y aceite de oliva natural da terriña. Dicen que en esta zona hay un microclima de tipo mediterráneo, por algo los romanos trajeron la cultura vinícola a cambio de guijarros de oro, aunque en verano parece la jungla colombiana y en invierno Escocia nevada. Y celta ha permanecido en todas las estaciones del año por muchos siglos y milenios, sin dejar de tener ese halo místico que solo puede sentirse entre sus bosques. El río Sil da muchísima vida a la región, es la arteria principal por la que fluyen melodías de brisas, bombea la sangre a los viñedos de la Ribeira Sacra y regala playas fluviales. Vamos, que una santanderina como yo no extraña la costa estando allí.
Mi aldea, en sus «mejores» épocas, llegó a tener un centenar de habitantes. Ahora vive a lo sumo una cuarta parte entre lugareños y forasteros que la visitan de vez en cuando desde La Coruña, Santander, Madrid, Barcelona, Francia, Suiza y del otro lado del charco. Todos llevando Galicia consigo por el mundo. Aunque te cobije aparentemente lejos de toda civilización, solo necesitas un coche común y corriente (nada de todoterreno) y cinco minutos de zigzageo salvaje para bajar al pueblo que te brinda todos los servicios mundanos: supermercados, hospital, colegio… hasta cafeterías chulas y una librería, por si llegases a recordar o añorar el otro mundo.
En primavera y verano, se ponen muy animadas las fiestas en los pueblos de abajo: A Feira do Viño de Quiroga, a Festa Castrexo Romana o Qui-Roma y las verbenas típicas veraniegas que te trasladan a alguna ciudad medianamente grande de Latinoamérica, pues, aunque haya solo mil o dos mil habitantes en total, las calles se llenan de niños y ancianos bailando y cantando folclore latino como si no hubiese mañana. Comilonas se celebran y familias de tropecientos tíos y primos se reúnen en algún garaje. Lo que importa es estar juntos y que la empanada y el pulpo no falten (tampoco el orujo casero). La gente autóctona es alegre, chillona, hospitalaria y abierta, mas, a veces, un pouquiño desconfiada, depende… Pero, en general, son los andaluces del norte (con sentidiño, ¡eah!).
Cuando era pequeña, siempre que volvía de estar una o dos semanas en mi aldea, era un golpe brusco llegar a la ciudad: pasar de la más pura naturaleza con la que estaba conectada y donde me sentía libre a lanzarme contra un bloque de hormigón cuadrado, donde las hierbecillas que quieren sobresalir por los bordes son fumigadas y recortadas para que siga viéndose gris. Ahora soy adulta y sigo soñando con ese espacio salvaje, originario y místico. Hogar es donde una ha estado feliz de niña y mi niña interior urge por recrearse y llegar a ser quien realmente es: anhelo esa tierra enraizada en mí, tierra en la que estoy enraizada, porque morriña es sinónimo de ser gallego por el mundo.
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