Nos dan a luz con sombras, decenas de matices que nos persiguen aspirando el fuego durante la existencia. Por nosotros deciden lo que es mejor, más bonito según sus gustos, y tratan de conservar las tradiciones centenarias. Y así es que nos donan la vida, haciéndonos mamar de cadáveres cosidos a los pies: hay que estar orgullosos de nuestra nacionalidad, creer sin cuestionar nuestra religión, defender nuestras ideas políticas, enardecerse por el equipo de fútbol. En algunos casos incluso proyectan para nosotros una futura profesión. Nos predefinen, mas nosotros normalmente no hacemos trabajo de presentirnos. Y de igual manera, son otros a quienes les vibra una nueva melodía añadida a la añeja: el sonido cuando pronuncian nuestros nombres. Ellos nos marcan para siempre. Escuchar su musicalidad nos hace girar la cabeza, ojos y oídos se concentran en captar el mandato o la regañina. Sobre todo oír nuestros apellidos nos recarga con la enorme responsabilidad de hacer honor a nuestros ancestros. Para eso hemos venido hasta aquí: para formar parte de lo que ya está establecido, integrarlo como propio y morir por ello. ¿No se nos permite escuchar lo que realmente somos?
Nunca tuve problemas con el nombre que me pusieron mis padres. María, aunque sea bastante común, suena bien. Con los apellidos de mi familia paterna y materna tampoco. Al contrario, estaba tan orgullosa de que mi primer apellido sea en idioma gallego, Ferreiro, que significa herrero en castellano, que iba contando esto a todo el mundo. A pesar de haber nacido y de haberme criado en Santander, desde muy niña me sentí más identificada con la tierra de mi padre. Mi apellido llama la curiosidad de muchas personas, puesto que en Cantabria no es tan habitual, y a menudo me han preguntado si soy de Galicia. Sin embargo, yo no decidí llamarme así, ni decidí ser nacida en esta familia, ni en este país, ni en este universo. Ni siquiera decidí nacer (que yo sepa). ¿He de aceptar lo que se me brinda?
Hay una gran diferencia entre tener y ser. Una puede decidir qué posee y qué no posee, pero no puede decidir no ser lo que es, aunque sí pasarse eones rehuyéndose a sí misma. Una realidad es horizontal y temporal, en tres dimensiones, la otra es vertical y eterna, multidimensional. Yo elijo en esta vida portar una ropa u otra, estudiar una carrera o no, elijo a qué me dedico, en dónde viviré, pero no puedo dejar de elegir, ahora que me he presentido, aspirar a mi mejor versión, a elevar la consciencia. Así que sí, acepto lo que se me brinda, acepto quién soy y mi don, acepto de buen grado experimentarme en esta vida, pero yo decido con qué atributos y busco las circunstancias que me favorezcan.
Hay algunas cosas que no puedo, ni quiero cambiar y que forman parte de mi naturaleza física, como mi estatura o el color de piel e iris. Podría usar tacones, untarme cara y brazos en maquillaje y ponerme lentillas de colores, pero considero más importante que lo estético llevar una alimentación equilibrada y buenos hábitos para mantenerme sana. Desde luego, otras cosas no son fracciones de mi naturaleza y entre ellas está mi nombre.
María Ferreiro Garrido, inevitablemente parida en el hospital clínico de Valdecilla, en Santander, España, el 5 de noviembre de 1987 a las 3:07 de la madrugada, con la ayuda de ventosas y tras casi 24 horas empujando. La pequeña de tres hermanos, que me llevan 11 y 12 años. La única hembra. Hermana de militares. Hija de militar. Nieta de militar. Me llamaron así por la abuela materna de mi madre. Heredo como primero el apellido de mi padre, del padre de mi padre, del padre del padre de mi padre, del padre del padre del padre de mi padre, y así hasta llegar a algún ancestro que debió de haberse dedicado a trabajar el metal en Galicia o Portugal. ¿Siguieron siendo herreros todos sus descendientes hasta la actualidad? Bien sé que no. Aun así, nos siguen nombrando igual. Como segundo apellido está el de mi madre, el del padre de mi madre, del padre del padre de mi madre, del padre del padre del padre de mi madre hasta toparnos con aquel antiguo familiar que en tierras castellanas hubo de haber sido gallardo y elegante. ¿Y qué ocurre con la madre de mi madre? ¿Y con la madre de mi padre? ¿Y con las madres de sus madres? Entre tanto trabalenguas se perdieron, difuminadas entre las sombras, aunque las llevo en mi ADN e implícitas en mi recarga de hacerles honor a pesar del silencio de mi pseudónimo de nacimiento.
Así como me es desconocido si decidí nacer, me es conocido que elegí renacer. El renacimiento en mi mismo cuerpo, mente y memoria sucedió cuando decidí desnudarme ante mí misma, tirando al suelo disfraces impuestos y puestos por mí misma, cuando decidí devenir quien realmente soy. Este nudismo, este naturismo ha ido produciéndose prenda a prenda durante largo tiempo; al final solo quedaban mis ojos por descubrir. El recuerdo hizo mucha mella en mi camino, pues cuesta más trazarlo que pisar ciegamente sobre el ya marcado. El camino es largo, pero por fin veo y reconozco mis trazos, mis virtudes y mis defectos. Me miro al espejo. Me reconozco a mí, mis porqués, mis peros y mis decisiones. Me afirmo: estoy lejos de mi antiguo yo, de mi yo ficticio, de mi yo impuesto, de mi yo rebeldemente adaptado. Me afirmo: yo soy. Sueño con ser melodía, resueno con una vibración más propia, llegada a mí, pero por mí elegida. Sueno nuevamente y me llamo Arim Atzin. ¿Por qué así? ¿De dónde viene?
En mi nombre de renacimiento se orquestan retazos de mi yo antiguo que se han dado nueva forma a sí mismos en orden inverso y ascendente. Así como hice con todo mi ser al resurgir. Es complicado darse cuenta por una misma de todo lo que se trae por sanar. A veces se necesita un espejo para verlo. Los otros son nuestros espejos. Pero ¿en cuántos de ellos se atreve una a mirarse eternamente? ¿Y cuántos permanecen ahí una eternidad para que me contemple a través de ellos? Ahí está el amor, el amor propio reflejado por la fiel dualidad. Mas el amor no es un reflejo: penetra la mirada, me mueve por dentro y por fin puedo observar sin miedo cómo transmuto, mirándome fijamente a los ojos, descubriendo mi verdad.
En el año 2017 conocí a mi hombre. Nos encontramos a través de las letras. Ambos somos escritores, poetas, mágicos. Hubo conexión de inmediato, como si nos conociéramos de toda la vida. Y es que él cambiaría toda mi vida y me ayudaría muchísimo en mi autogestación y renacimiento. Al principio él me llamaba Mari de cariño. En ese mismo año, escribió un breve cuento titulado Desnuda frente al espejo que, como buen reflejo penetrante que somos el uno del otro, reverberé poco después en otro microcuento llamado Desnudo frente al espejo. En su escrito, para no revelar mi apodo Mari, agarró la primera letra y la puso como la última, resultando Arim. Nunca un pseudónimo me había terminado de convencer, pero con Arim amé su sonoridad, su lírica, y más tarde decreté que ése no sería mi alias, sino mi nuevo nombre.
Poco después de cruzar nuestras existencias, mi novio me regaló mi carta natal tolteca, realizada por unos conocidos suyos expertos en culturas prehispánicas. En ella aparecía que mi nombre es Atzin, que en el idioma náhuatl se traduce como venerable agua o agüita. Me pareció un significado muy bonito, profundo cual océano, vital por el continuo movimiento y amoldable a simple vista, pero dotado de gran fuerza y perseverancia que moldea hasta la piedra más firme. Mi hombre tampoco eligió nacer donde nació, en México, impregnado de una diversidad cultural tan grande, pero ambos decidimos unirnos y ahora yo porto en mi apellido su cultura y en mi nombre parte de mí reordenada.
Arim Atzin, conscientemente renacida en esta existencia, más cercana a mi esencia, anacrónica, pero temporalmente dentro de este vehículo de carne y memoria, con la ayuda del espejo de amor propio y tras tres décadas empujando. Me heredo a mí misma desfragmentada y vuelta a orientar en nombre de mi dualidad. Heredo como único apellido el significado de mi alma al acoplarse a este mundo y en esta vida. Me doy a luz a mí misma y descoso las sombras. Sueño, sueno y resueno: me siento y no hay límites que me definan.