Buscar la verdad en uno mismo es difícil, encontrarla, casi imposible. Pocas verdades permanecen inamovibles y puras, ancladas a la carne en un rayo de inmortalidad; muchas se escapan polvoreadas tan de antaño en nebulosas que infunden de energía.
Palabras e imágenes van y vienen, como tantas de las personas que las proyectan. Pero a veces el impacto perdura largo y se planta y germina en los poros; es por eso que cuando vislumbro raíces parecidas asomando la lengua, comienzo a sudar y se me eriza el vello. Lo detesto.
Detesto ser una hoja garabateada en vez de en blanco con espacio para la sorpresa. El tipex no borra las estrías del pecho y una hoguera no sublima fantasmas cerebrales. Yo sola he de vivir así de “ilustrada”, carbonizada, fósil y no encuentro una segunda piel. Hasta en sueños pierdo el abrigo por despistarme con la obsesión que me persigue y hace sombra.
Ningún garabato queda quieto, y los juegos de luces y sombras causan impacto sobre el gris y el negro. ¿Qué haré cuando el profundo negro me cubra por completo? ¿Cómo me pinto unas estrellas? ¿Me infiltrará alguien constelaciones en los cañones de las retinas?
Yo sola he de vivir en esta carne, pero en solitario no me ilustraré; necesito sumirme a las leyes más antiguas de la materia, y no sé si me bastará su soledad. Amo compartir, irradiar y absorver claroscuros, y por ahora sedente esbozo surcos sobre mis propios muslos. La verdad es que estoy yendo a la busca de mi verdad entre las piernas, allí donde nada perdura.